Aún guardo un recuerdo nítido de la llegada del Mensaje de la hora a Penco, en 1977. En aquél entonces, con solo siete años, debía encargarme en casa de mis hermanos y hermanas menores mientras mis papás asistían a la Iglesia metodista wesleyana. Los servicios se llevaban a cabo diariamente y a veces tenía que quedarme con mis hermanos. Aquella noche, podía notar el gozo que irradiaban los rostros de mis padres, así que les pregunté si le habían sacado provecho al servicio y respondieron que le sacaron más que provecho: ¡había llegado un hombre con un Mensaje de parte de Dios para esta edad!
¡Qué emoción significó para un niño de siete años conocer un Mensaje enviado directamente de Dios! ¡Qué regocijo y entusiasmo sentí cuando me mostraron fotografías de una nube misteriosa que tan clara y evidentemente forma el rostro del Señor Jesús! ¡Cómo me sentí cuando le pregunté a mi papá quién era ese hombre que tenía un halo de Luz sobre su cabeza! Respondió con unas palabras simples que todavía resuenan en mi mente como un trueno: “Hijo, él es un profeta”. Lo creí de todo corazón; siendo un niño, creí que sin duda él era un profeta porque mi papá me lo dijo. A los siete años, el papá de uno de verdad inspira confianza.
Años después, cuando tenía 14 años, el mundo estaba llamándome: me mostraba lo glamuroso con amigos, la fama y todos los placeres de los jóvenes de esa edad. Ese día asistí de nuevo al servicio solo por decisión de mis padres; no estaba prestando nada de atención. Me aburrí y no veía la hora de que se acabara el servicio. Jamás imaginé que ese sería el mejor día de mi vida. Mi papá predicó esa noche sobre el tema del mensaje ¿Qué haré de Jesús, llamado el Cristo? Oí que mencionó a Pilato, que habló de Jesús, que Su preciosa sangre estaba en mis manos; entonces, de repente, sentí que un Fuego descendía hacia mi corazón y mi estómago, y caí al suelo. Recibí la convicción de mis pecados y cobré conciencia de que necesitaba un Salvador. Le entregué mi corazón al Señor y Él me recibió con los brazos abiertos.
En aquella época los libros del Mensaje eran muy escasos; había que ser muy afortunado para tener una copia original de un mensaje. En muchas ocasiones nos costaba fotocopiar los mensajes y, a veces, hasta transcribíamos los sermones a mano. Fue en 1984 cuando el primer cargamento de Grabaciones la Voz de Dios se desembarcó en Chile. Por primera vez, todas las iglesias podían entregar a cada familia un suministro completo de libros. Cómo nos regocijamos ante la escena de ver los libros y las cintas en las manos hambrientas de los creyentes.
Tenía solo 15 años, pero clamé en mi corazón algo parecido a una oración: “Señor, si queda tiempo, cuánto me gustaría trabajar en esto: entregarle los libros y las cintas del Hermano Branham a mi pueblo, aquí en Chile”. 16 años después, el Señor me respondió esa oración; por Su gracia llegué a ser el distribuidor de Grabaciones la Voz de Dios de mi país. Hay 150 iglesias que creen este Mensaje del tiempo del fin. ¿Qué honor más valioso podría tener sino el de servirles a los creyentes de mi nación proveyéndoles la Palabra del Señor en Su máxima pureza, la cual impartió un profeta poderoso? ¡Alabado sea el Señor por Su misericordia!
Jefte Quian